domingo, 29 de marzo de 2009

Capítulo Primero



I







Miguel Sánchez parecía un tipo normal. Y, de hecho, era un tipo normal, aunque no por eso puede decirse que su vida careciera de elementos extraordinarios. Digamos que era una de esas personas que intentó siempre encauzarse por los inocentes, inmaculados y seguros senderos de la normalidad, pero cuya forma de ser, psique profunda, carácter o lo que quiera que sea lo que nos hace ser nosotros mismos, jamás le permitió culminar tal proyecto. Así que su existencia transcurrió en una tensión irresoluble, que yo definiría como la de un espíritu grande, magnífico, original, que continuamente se pone en pie de guerra contra sí mismo para reducirse a lo general, siempre azuzado por un extraño temor integrado de tal modo en su ser que era ya como una compulsión. En realidad, tal temor era hacía sí mismo, aunque dudo que supiera esto, o al menos que lo supiera con tata certeza como lo sabemos ahora nosotros.

La historia de su vida ilustra perfectamente esta extraordinaria naturaleza. Pero voy a contar esto a partir del relato que nos ocupa. Desenvolveré este episodio decisivo en su vida y así podremos asomarnos al conjunto de su devenir, buscando ese sentido profundo, coherente, que nos haga inteligible la esencia de Miguel Sánchez, y con él la de todos los personajes que hilan la trama.

Podemos comenzar la historia la noche en que irrumpió en casa de Ignacio Morales. No es conveniente aquí explicar los antecedentes de este sujeto ni la relación que le unía a Miguel Sánchez. Ésta relación es el hilo conductor de la historia, y es central para llegar a una comprensión, por eso no puede decirse que carezca de importancia. Todo lo contrario. Pero, como tal hilo, iremos descubriéndola a medida que la narración avance.

Ignacio vivía solo en uno de los humildes edificios de la periferia de la ciudad que quedaban justo al lado de una antigua zona industrial, ahora totalmente abandonada. Se habló de demoler la zona y levantar un lujoso complejo residencial para la nueva clase media alta, la nueva burguesía acomodada y conservadora, minoría selecta engendrada en los últimos años de crecimiento económico, pero, dado que los bloques de viviendas sociales quedaban justo al lado, y los constructores encontraron problemas a la hora de desplazar a toda aquella masa de población y delincuencia, decidieron llevarse el complejo a otra parte. En cualquier caso, y esto lo sabía todo el mundo, los organizadores podían levantar lujosas residencias donde les diera la gana.

Había quedado como una zona fatasma de la que emigraron hasta las putas brasileñas, colombianas y africanas que poco tiempo atrás hacían su ronda por allí, y esto porque, debido a la pésima fama, forjada gracias a las historias de la prensa amarillista, los clientes no se atrevían a internarse en sus oscuras calles. De tanto en tanto, algún rostro cadavérico cruzaba la carretera como una flecha, saliendo de una antigua fábrica para meterse en otra, pues allí habían encontrado un lugar donde dormir toda clase de despojos sociales. Ahora se llenaba de inmigrantes por dos motivos: de una parte, la gran crisis económica los había dejado en la calle. Ellos fueron los primeros en sufrirla, ya que casi todos encontraron fácil acceso al país dada la urgente necesidad de mano de obra barata para la construcción, sector éste que más notaba la crisis, por lo que, de la noche a la mañana, se habían convertido en una parte del excedente de producción. Además, aquella zona era grande, oscura y anónima. Corrían tiempos difíciles para este gente, pues eran perseguidos por organizadas patrullas de policía a la caza del sinpapeles y deportados a sus países de origen o recluidos a la fuerza en megacentros de acogida. Esta deportación masiva se desarrollaba con la justificación de aliviar la situación laboral y maquillar los datos oficiales del desempleo. Miguel caminaba con paso a acelerado por los laberintos de la zona industrial intentando cruzarla para llegar a los bloques de viviendas. A diferencia de los antiguos clientes de las putas, no temía a estas oleadas de inmigrantes. De hecho, eran ellos, por temor a la policía secreta, los que se escondían temerosos de cualquier presencia extraña en el antiguo polígono industrial. Esta historia, pues, se desarrolla en esos tiempos en que las cosas se pusieron feas para todos, y la realidad se enrareció y todo se volvió un poco difuso. Aunque, ciertamente, se volvió más difuso, más feo y más raro para unos que para otros.

Serían alrededor de las dos de la madrugada. Aunque, en este punto, la hora no es un detalle importante. La puerta de la escalera del edificio estaba reventada. Y quizá llevaba años así. Lógicamente el ascensor no funcionaba. Las cucarachas y ratas corrían de un lado a otro de la escalera, y su presencia sólo era advertida por el escandalo que armaban los enormes roedores al moverse entre los desperdicios que inundaban los rellanos. La puerta del piso estaba cerrada con un pequeño candado. Miguel le dio una patada, reventándola sin esfuerzo, pues la madera estaba podrida. Avanzó a tientas por la casa, en cuyo interior un olor insoportable a basura saturaba su nariz. Era incluso difícil moverse por entre los despojos de aquella vivienda que Ignacio Morales había ocupado y hecho suya, y adonde llevaba toda clase de basuras de las que podía sacar unos euros. Eran objetos en su mayoría de metal que estaban desperdigados por todo el pasillo, sin orden alguno, inundando las habitaciones, y que Miguel debía sortear para no partirse una pierna o torcerse un tobillo.


Miguel encontró a Ignacio dormido. El otro estaba tan colocado que no escuchó el ruido de aquella aparatosa incursión, y eso que, el intruso, impulsado por el odio, ciego de ira, había entrado sin tomar la más mínima precaución. Pistola en mano, avanzó a grandes zancadas por la casa, con el rostro de Ignacio clavado en la memoria y un deseo irrefrenable, un deseo extraño, un deseo intenso que, curiosamente, emergía de lo más profundo de su ser para quedarse continuamente sin objeto.

Esta extraña sensación había mantenido a Miguel en una confusión irritante. En realidad, esa noche no sabía, ni supo nunca, qué iba a hacer exactamente con Ignacio. Muchas veces se dijo con firmeza que quería matarlo. Y tal certidumbre arraigaba con fuerza en su voluntad durante días y hasta semanas. Pero luego regresaba al vacío, a la ambigüedad, y todos sus deseos, todo el ímpetu, parecía estrellarse una y otra vez contra la nada. Como si algo bullera en su pecho deseando salir al exterior para aplicarse a un objeto, pero no hallara más allá de si más que un páramo inaccesible a una voluntad tan grande como la de Miguel.

Lo agarró por el pelo y lo arrastró fuera de la cama. Lo tiró al suelo y le apuntó con la pistola. El otro había caído encima de un montón de basura que hedía a mil diablos y sobre la cual zumbaban enjambres de moscas. Este lugar era tan hediondo que resulta difícil describirlo. Para hacerse una idea, baste decir que Ignacio Morales no había salido de allí en muchos días, y el edificio carecía de agua corriente para evacuar montoncitos de detritus humanos que se acumulaban por las esquinas.

Después de caer al suelo, tardó casi un minuto en reponerse. Sus gestos eran lentos y torpes. Lanzaba miradas a todas partes sin ver nada, con los ojos en blanco como si estuviera ciego. Por la ventana se filtraba luz suficiente como para que Ignacio hubiera visto la silueta de Miguel alzándose frente a él. Es decir, que no lo reconociera tenía excusa, pero que ni siquiera pudiera advertir la presencia de un cuerpo, y que además lanzara los brazos adelante intentando palpar, asustado y gimoteando, lo que le había sacado violentamente de la cama y lanzado al suelo, era lamentable y corroboraba el penoso estado físico y mental de Ignacio Morales.

Cuando Miguel encontró una pequeña linterna encima de la cama, la encendió y la proyectó sobre el rostro de Ignacio Morales, quien se cubrió los ojos con un antebrazo tatuado, lleno de llagas y arañazos. Así, de rodillas, iluminado, cubriéndose los ojos y preguntando, con un tono casi inteligible, quién estaba ahí, parecía un pobre campesino borracho al que de pronto se le hubiera aparecido la Virgen en medio de un bancal. Miguel pudo contestar enseguida, pero se sintió cómodo en el anonimato. Al ver aquella cara destruida por toda clase de drogas, totalmente deformada la mandíbula, aquellos ojos vacíos, casi muertos, ahora ocultos detrás de su esquelético antebrazo, aquella boca casi desdentada, y cuyos únicos dientes eran tan negros como trozitos de carbón, todo aquel odio se fue disolviendo poco a poco, progresivamente, comenzó a respirar con tranquilidad y dejó un vía abierta en su cerebro para dar acceso a la reflexión.

“Quién eres, hijoputa, hijoputa. Quién eres cabrón de mierda”, decía el otro. Pero pronunciaba raro, como un niño que estuviera aprendiendo a decir sus primeras palabras, o como un abuelo al que le han robado la dentadura para gastarle una putada. Sólo le faltaba ponerse a llorar. Desde luego, a otro aquella estampa le habría roto el corazón. Y a alguien con poco corazón le habría matado de risa.

Miguel no tenía el corazón helado, ni mucho menos. Era una persona de profundos sentimientos, muy sensible al dolor de los demás y al reconocimiento del propio. Por el momento, la confusión de Ignacio Morales no le producía ninguna satisfacción. Él no era un sádico. Quizá había ido allí para matarlo. Digo quizá porque eso tampoco lo tuvo nunca demasiado claro. Nunca supo qué hacer exactamente con Ignacio, y, como dije, lo movía una extraña fuerza, una sed de algo inconcreto, algo que no llegaba a objetivarse, como vivir en una nebulosa. Quizá lo movía más el deseo de salir de la nebulosa que el de llegar a parte alguna. El deseo de salir es tan o más intenso que el de vincularse a algo. Pero, con todo, y aunque hubiera disparado en aquel instante sobre la patética figura de Ignacio, sobre su rostro, reventándole la cara, desperdigándola en pequeños trocitos por toda la habitación, él no era un sádico.

Es más, hubo momentos del pasado en los que creyó necesitar sangre. Momentos en los que se dijo a sí mismo que sólo la venganza, la sangre del otro, podría calmar su infinito dolor. Pero tal cosa ya no estaba tan clara en la mente de Miguel, y eso que no es esta una historia de perdones, de santos, de personas decentes que en el último momento declinan sus aspiraciones absolutamente egoístas y asumen el sacrificio y el sufrimiento que conlleva en pro de una ley moral universal o de un precepto general válido para toda la Humanidad. No, en absoluto, más bien es de personas confusas, desarraigadas, que buscan incansablemente algo pero que no saben qué. Personas con destinos prefijados que, como Miguel, pretenden continuamente romperlo, atravesarlo, pero que sólo alcanzan a vivir en un estado de continua tensión, personas cuyo máximo anhelo sería romper esa tensión, deslizarse hacia un lado o hacia el otro, hacia cualquiera, pero no encuentran ni las fuerzas ni el valor para, por fin, optar. De todas formas, lo iremos viendo a medida que se desarrolle la historia. Al final, Miguel se reveló y el otro, al escuchar su nombre retumbar en toda la habitación, se echó a llorar a sus pies. Podría parecer que estaba suplicando. Esto no fue así. No salió de su boca, en ningún momento, ningún ruego. Quizá, aunque sabía que Miguel Sánchez era peligroso para él, este gesto significaba el alivio sentido al escuchar su nombre. Y sin embargo, el de la pistola, que también interpretó el gesto como una especie de alivio, dio: “He venido a matarte cabrón. He venido a reventarte la cabeza de un tiro”. Después se hizo el silencio, pero Ignacio Morales permaneció postrado a sus pies, como si le faltaran fuerzas para ponerse de pie.

Todo esto es raro, es cierto. Son reacciones inconexas, pero que tienen, como todo, un sentido, el cual está inscrito en la trama que ciertos asuntos humanos fueron tejiendo, pues resulta, opino, que todos estamos atrapados en una red de la que no nos podemos escabullir jamás. Podemos, es cierto, inventar palabras y dar argumentos racionales para generar en el otro la impresión de que estamos desvinculados, de que nada debemos ni a él, ni a nadie, de que caminamos por libre. Toda esta ilusión se rompe cuando llega la necesidad y ruge la muchedumbre. Es decir, cuando ya no se atiende a razones. Pero no quiero irme por las ramas. Tengo que explicar esta rareza, y para ello debo ahora ir atrás, más atrás, un año aproximadamente -quizá más, pues nadie contó el tiempo- para que todos los elementos alcancen significación.